Dante E. Zegarra López
AREQUIPA AL DIA
Desde cuando Ignacio de Loyola y sus seis
compañeros pronunciaran sus cuatro votos, el 15 de agosto de 1534 en Montmartre
o, desde cuando el Papa Pablo III emitiera la bula "Regimini militantis
Ecclesiae", confirmando la fundación de la Compañía de Jesús, en Roma el
27 de setiembre de 1540, hasta nuestros días en que los jesuitas en el mundo
son más de 23 mil, el tiempo no pasó en vano.
El tiempo y los hechos que mediaron entre su
explosivo crecimiento y decisiva participación en el Concilio Ecuménico de
Trento (1545) hasta su disolución por decisión del Papa Clemente XIV, quien
cedió a las presiones de los borbones interesados en dominar la Iglesia para
crear iglesias nacionales, no pasó en vano.
El decurso del tiempo desde su disolución,
incluido el refugio de la Orden en Rusia, gracias al apoyo de la zarina
Catalina II hasta su restauración, el 15 de agosto de 1814 por orden del Papa
Pío VII y, desde esa fecha hasta nuestros días, ha servido para la acumulación
de una montaña de leyendas que impiden hacerse un concepto adecuado de la
Compañía de Jesús.
Los jesuitas no fueron ni son ninguna sociedad
secreta, ningún estado mayor, ningún movimiento o corriente religiosa dentro de
la Iglesia. Son simplemente una orden religiosa fundada por San Ignacio de
Loyola, teniendo como inspiración la persona y mensaje de Jesucristo, el Hijo
de Dios. Una orden religiosa cuya finalidad última y de todas sus tareas es
"Ad majorem Dei gloriam" (A la mayor gloria de Dios).
Inscrita así, a los jesuitas no se los puede
definir por las labores que realizan, pues son tan diversas y tan variadas como
las habilidades, capacidades o inclinaciones que tienen cada uno de ellos.
No obstante la diversidad de trabajos con los
que se han comprometido, en conjunto, los jesuitas entienden, como
contemplativos en la acción que son, que su misión es el trabajo por la fe y la
promoción de la justicia.

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