Dante E. Zegarra López
Desde los últimos días de noviembre de todos los años, quienes vivimos
en Arequipa, comenzamos a sufrir nuestra angustia anual. Y esta no deja de
violentar nuestra ecuanimidad, hasta fines de marzo, en que casi siempre
dejamos de acordarnos del agua, salvo, claro está, cuando la inefable Sedapar
nos amenaza con cortar el servicio por mantenimiento de algún canal madre.
Los agricultores, los periodistas y otros tantos interesados en el
almacenamiento del agua, comenzamos a hablar, mejor dicho a especular si el
verano será de lluvias o de sequía.
En épocas pasadas, si hasta el 25 de diciembre de cada año no
comenzaban las lluvias, era señal inequívoca que la temporada sería seca. En
estos tiempos, con tanto cambios, las lluvias también han comenzado a
establecer sus propios parámetros, que para el profano en meteorología, lo
descuadran en sus augurios.
Lo cierto es que desde fines de noviembre hasta los últimos días de
marzo, la mayor parte de la población, sea por interés propio, por estar
afectado directamente o por las informaciones que brindan los medios de
comunicación nos las pasamos entre temporadas de lluvias y de sequía; entre
rogativas y plegarias para que llueva o deje de llover.
Lo cierto es que como la mayor parte de los seres vivientes, los
habitantes de Arequipa vivimos dependiendo del agua.
Para solucionar nuestras angustias, en la década del 60 y en los años
sucesivos, los gobernantes de turno realizaron las inversiones públicas
necesarias para construir algunas presas que permitieran el almacenamiento del
agua que necesitamos para beber, para cultivar y para generar energía, además
de otros menesteres industriales.
Claro está que nuestras represas, no dejan de ser más allá de un dedal
frente a las represas que hay repartidas en el mundo. Esta situación es la que
agrava nuestro estado de angustia en la época de verano.
Si no logramos captar la suficiente agua, comenzamos a pensar en toda
clase de restricciones y carencias.
Pero si la temporada de lluvias es abundante, también nos quejaremos,
no sólo por los daños que sufrirán nuestra propiedades, sino porque estaremos
entregando al mar, el agua que no podemos detener.
Varias décadas hablando sobre el tema, deben haber generado, de
seguro, un sinnúmero de estudios para la construcción de nuevas presas o por lo
menos de algunos vasos reguladores que eviten que el agua llegue al mar antes
que los hombres la hayamos aprovechado. Lo que no significa que el Estado se
anime a la construcción de tales reservorios.
Como sabemos, ahora el Estado, muy liberal por cierto, está reacio a
la ejecución de obras públicas, por lo menos en algunos sectores. Eso quiere
decir, en buen romance, que o tomamos el ejemplo de la Universidad Nacional de
San Agustín, de olvidarse de papá Estado, o pasarán muchos años lamentándonos
que las aguas pluviales, como este año se pierdan en el mar, luego, obviamente
de habernos destrozado la ciudad.
Bueno, creo que es tiempo que, por ejemplo Sedapar, la empresa
eléctrica que mueve sus turbinas con agua de la cuenca del Chili y los
agricultores, se reúnan para discutir cómo financiarían alguna de las presas
que requerimos. Y que luego de discutir, pongan en marcha la ejecución de las
obras.

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