Dante E.
Zegarra López
Mi época juvenil fue la de los ´60. La
década prodigiosa. Aquella en la que los jóvenes, con la ilusión y la
inexperiencia de los pocos años, nos entregábamos, embriagados de fe y también
de esperanza, a todas las causas justas que se nos pusieran en el camino. La
comunidad ante todo, parecía que era el grito de combate y de guerra. Era la
época del desprendimiento.
Mi madurez, llegó entre los ´85 y los´95.
La década del oprobio. Esa década en que los niños, los jóvenes, los adultos y
los mayores fuimos perdiendo la fe y hasta la esperanza, donde las causas
justas han interesado a muy pocos, porque se impuso la moda del no compromiso,
de la cultura light, del bombazo, la inmoralidad y la impunidad.
Después de sembrado el caos y en medio
del aturdimiento, poco a poco los habitantes de este país, hemos ido,
(temerosos, empujados por todas las fuerzas malignas) silenciando nuestra voz;
sobreviviendo la ángustia de la soledad y de la cultura del egoísmo que nos han
traído como solución a nuestros problemas. El individualismo sesgado pareciera
ser el grito de combate y de guerra, que nos trajo la economía y el Estado.
Cuando así, en medio de mis cavilaciones
sobre lo excelso y lo trágico, entre lo abyecto y lo hilarante de estos
años de acre sabor, oteaba en el horizonte de nuestra sociedad, todo parecía
negro y, cuando menos gris. Y es que ideales, acciones, palabras o expresiones
que representan solidaridad, amistad profunda, entrega, compañerismo, lealtad o
amor, parecía que poco a poco fueron quedando en el olvido. Así lo sentía y lo
creía, a pesar de la fuerte dosis de optimismo que siempre he gozado. Los
hechos que presenta nuestra sociedad, con los que día a día nos enfrentamos,
parecía que confirmaban ese deprimente panorama.
Veía, como muchas otras personas, con
profunda tristeza, que la sociedad ahogaba a nuestra juventud en la mezquindad
de estos años.
Me faltó optimismo. Y cuando me hundía
casi irremediablemente en la amargura de ver una juventud anodina, han surgido
hechos que me obligan a rectificar; que me devuelven la esperanza y la fe en el
futuro de los hombres y mujeres de nuestro pueblo.
Ha sido en un hospital. En el pasadizo de
una maternidad. Allí me topé con la casi alucinante imagen de un grupo de
jóvenes. Todas frisando los 20 años. Las encontré sentadas, en el suelo, en dos
filas, como formando una escolta. Como era de imaginarse, eran compañeras de
una parturienta. Pensé que su presencia sólo era una eclosión de curiosidad.
Pero me equivoqué.
A cada aparición de una enfermera para
pedir tal o cual medicamento, una o más de esas jóvenes prestamente se paraba
para, en el menor tiempo, llegar a la farmacia y traer el requerimiento de la
sala de operaciones.
Creí que luego que ese rollizo, peliclaro
y sonrosado Diego Alejandro, apareciera tras las ventanas de la maternidad, con
sus 3.325 kilos y sus 52
centímetros de estatura, la curiosidad acabaría. La
algarabía, pensé que cesaría con la presencia de esa pequeña humanidad. Y no
fue así. Continuó hasta después de ser informadas que había pasado todos los
exámenes y que gozaba de buena salud.
Pasaron las horas y el grupo juvenil de
tres varones y once mujeres, continuó haciendo guardia, desbordando alegría.
Hacían gala de su nombre promocional: Imago Dei, Imagen de Dios, que ellas
llevan en su intimidad y que los profanos desde fuera admiramos.

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