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Dante E. Zegarra López, Periodista, Arequipa (Perú)

lunes, enero 29, 2018

Beata Ana de los Ángeles Monteagudo: una vida ejempla


Beata Ana de los Ángeles Monteagudo: una vida ejemplar

Por: Dante E. Zegarra López

La Beata Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, es sin duda alguna la mujer arequipeña más conocida, más célebre de todos los tiempos, pero al mismo tiempo, poco o casi nada conocemos de su vida, o lo que conocemos por tradición oral, tiene algunos errores.
Veamos, cómo los datos históricos nos presentan a Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, la flor más preciosa de la Iglesia arequipeña, que floreció en el Monasterio de Santa Catalina de Sena, primera y temprana expresión de la voluntad y fe de este pueblo.
Su nacimiento está vinculado a los años de creación de nuestra Diócesis y su vida religiosa a sus nueve primeros obispos.
De hecho ella nació entre 1602 y 1606. Hay documentos que avalan ambas fechas.
Lamentablemente no contamos con su Fe de Bautismo, debido a que un incendio en la sacristía de la Iglesia Mayor, alrededor de 1620, consumió tales documentos.
Arequipa al comienzo del siglo XVII, se rehabilitaba de los daños causados por la erupción del Huaynaputina y de los terremotos que la afectaron.



En ese marco geográfico vivía en Arequipa un español nacido en Villanueva de la Jara, en los reinos de España, que llegó a la ciudad alrededor de 1575. Se llamaba Sebastián de Monteagudo. Era hijo del Licenciado Pero García de Monteagudo y de Ana Hernández. Sebastián de Monteguado fue el padre de nuestra Beata.
Él, se unió en matrimonio con una mestiza arequipeña llamada Francisca de León o  Francisca Ruiz de León.
La madre de Sor Ana, fue uno de los dos hijos naturales del español, Juan Ruiz de León, quien fue vecino de la Villa de Santa Cruz de Mudela, Maestrazgo de Calatrava.
En tierras americanas Juan Ruiz de León fue vencedor de Lautaro en la conquista de Chile y, Corregidor de Arequipa. La madre de Francisca Ruiz de León y por lo tanto abuela de sor Ana, se llamó Ana Palla, una indígena de linaje Inca, de panaca real, equivalente en el mundo occidental a Princesa.
Sebastián y Francisca se casaron poco antes del 2 de diciembre de 1586, fecha en que Sebastian firmó la correspondiente carta de Arras y Dote. Ellos fijaron su vivienda familiar en la casa que fue de Juan Ruiz de León. Esa casa, donde nació la Beata Ana de los Ángeles tuvo por linderos “cuadra de la huerta y solares del monasterio de Nuestra Señora de las Mercedes y solar de Diego de Cáceres calles reales en medio”.
Sebastián, el padre de la Beata, fue mercader, fabricante de jabón en Socabaya, productor de aceituna y aceite de oliva en Chule y “Familiar del Santo Oficio”, título que presentó al Cabildo tras su viaje a la Península, de donde regresó poco antes de 1600 con su hermano Juan, tres sirvientes y armas para la defensa del litoral amenazado por los corsarios ingleses.
Sebastián de Monteagudo y Francisca Ruiz de León procrearon como hijos legítimos a Francisco, Mariana, Catalina, Ana, Juana, Inés, Andrea y Sebastián, según expresó en su testamento cerrado, Sebastián de Monteagudo, el dos de enero de 1616.
Veintiun días después, es decir el 23 de enero de 1616, Sebastián de Monteagudo falleció. En esa fecha sor Ana vivía en la casa de sus padres, después de haber estado, entre los tres y los ocho años de edad, en el Monasterio de Santa Catalina, según testimonio del sacerdote Marcos Molina Camacho.
El afirmó haber visto en el archivo del monasterio la escritura de dote para monja que suscribió Francisco de Monteagudo, el 28 de noviembre de 1618.
En efecto, sor Ana de los Ángeles Monteagudo renunció sus legítimas y herencia de su padre, en su hermano el Presbítero Francisco de Monteagudo.
Sor Ana, al igual que su hermana Catalina, según el testamento de su padre, además de su herencia debían recibir dos mil pesos más, que le fueron dados a este por una persona no identificada, expresamente para ellas.
Pese a disponer de la hacienda necesaria para hacer frente al monto de la dote monacal, sor Ana por ser menor de edad, tuvo que renunciar a todos sus derechos en su hermano para poder cumplir con esa obligación económica.
Su madre, Francisca Ruiz de León, se negó a darle la dote. Dos religiosas: sor Petronila de Monserrat y sor Marta de San Nicolás, que acompañaron durante 40 años a la Beata, recordaron en el Proceso Informativo de la causa de Beatificación, que ella les comentó que fue su madre quien le dijo: “Vete allá y no regreses más, ni vuelvas a poner pie en esta casa” cuando expresó su deseo de ser monja. Con ese testimonio y los documentos encontrados, queda desvirtuada aquella tradición que afirmaba que fue su padre, Sebastián de Monteagudo, quien se opuso a su vocación religiosa.
El sentimiento de molestia de la madre de sor Ana, por la decisión de esta, se prolongó durante años. Doña Francisca de León sólo asumió y aceptó la vocación de su hija muchos años después. De hecho, la única vez que la visitó fue sólo tres días antes de fallecer.
El nombre religioso de “De los Ángeles”, que adoptó sor Ana al momento de su profesión, lo hizo en razón que era el nombre que tenía la priora del monasterio cuando ella ingresó para ser religiosa. En efecto, sor Ana de los Ángeles Gutiérrez fue la priora de Santa Catalina entre julio de 1616 y mediados de 1619.
Según los testigos, Ana llegó al monasterio, vencida la tarde, acompañada de un niño llamado Domingo y, se quedó a dormir en la celda de la religiosa que años antes la educó. A ella le pidió le regale un hábito y ésta, le dio uno, viejo y roto.
De los días de la vida monacal de Sor Ana, sólo se conoce que inicialmente fueron muy duros, justamente por carecer de los medios económicos para atender sus necesidades básicas.
En esos primeros años se inserta la información sobre el nacimiento de su devoción por las Almas del Purgatorio, surgida como consecuencia del conocimiento de la vida de San Nicolás de Tolentino, a quien trató de imitar en sus devociones espirituales.
Una de las virtudes de sor Ana de los Ángeles, sin duda alguna fue la obediencia total y la sujeción a las constituciones y regla de su monasterio.
La decisión de observar estrictamente su voto de clausura, quedó a prueba en febrero de 1637, cuando, según la información consignada en las Actas del Cabildo de la Ciudad, se produjeron intensas lluvias que causaron la caída de casas en la ciudad y la pérdida de sementeras en el campo. Las precipitaciones pluviales originaron un fuerte ingreso de la torrentera de San Lázaro, amenazando causar daño al monasterio de Santa Catalina.
Al respecto, Sor Juana de Santo Domingo relató, que bajo esas circunstancias, el obispo Pedro de Villagómez permitió que las religiosas catalinas pasasen a alojarse en celdas del Colegio de la Compañía.
Sor Ana de los Ángeles y siete u ocho monjas más, solicitaron quedarse guardando su clausura.
El sentido de responsabilidad, justicia y de auténtica caridad cristiana quedó patentizada durante la Visita Secreta que realizó al monasterio de Santa Catalina,  el bachiller Juan de Galdo Arellano. El, por disposición del Deán y Cabildo Eclesiástico, indagaba sobre la vida en el monasterio. Trataba de poner en claro cómo funcionaba el monasterio y cuál era el comportamiento de las religiosas.
Sor Ana, no ocultó como otras religiosas, la información sobre el uso de vestidos seculares por algunas de ellas. Su testimonio jurado fue muy claro al precisar que las monjas Marta de Ceballos y Francisca de la Cuadra “traen polleras que dan mal ejemplo, por ser trajes de seculares”.
Hito importante en la vida monacal de sor Ana está referido a su nombramiento como integrante del Consejo de Madres, durante el segundo priorato de sor Juana Solís y Lao en 1645. De ello devino que fuera nombrada Maestra de Novicias. Y por lo menos, en ese periodo, formó a cuatro nuevas religiosas.
Poco antes del 2 de noviembre de 1647, sor Ana de los Ángeles fue elegida priora. En esa fecha ejerciendo el cargo, junto con las Madres del Consejo, solicitó al Cabildo, Justicia y Regimiento de la Ciudad diera licencia a las jóvenes Catalina y Magdalena Butrón para que ingresasen como monjas, con una rebaja, en la dote, de mil cien pesos. El pedido era un acto de justicia, pues el tío de las jóvenes, fue durante muchos años Mayordomo del Monasterio, sin recibir ninguna paga.
La elección como Priora de sor Ana de los Ángeles Monteagudo causó reacciones de burla en algunas religiosas, según refirió sor María de los Remedios Retamoso en el Proceso Informativo.
Francisca de Monteagudo una seglar que acompañó a sor Ana afirmó que “algunas monjas, cuando ella aceptó la elección, viéndola tan humilde y tan pobre dijeron: “Mira que Priora nos hemos escogido: no sabe hablar, ni leer, ni escribir. ¿Cómo firmará cuando sea necesario?
Esta testigo añadió que Sor Ana al momento de aceptar el cargo pronunció un discurso que dejó maravilladas a todas las religiosas.
Por su parte sor Juana de Santo Domingo Andía Sotomayor, secretaria de sor Ana y quien escribía las cartas que le dictaba la Beata, afirmó que su forma de hablar era ejemplarizadora y que para ella era toda su felicidad poder hablar con sor Ana.
El trienio del priorato de sor Ana de los Ángeles fue intenso en sucesos, especialmente los vinculados con el mantenimiento del orden y disciplina monacal que venía sufriendo un resquebrajamiento.
Una de las primeras acciones que emprendió, fue el evitar que las religiosas vistieran trajes de seglares o que alterasen el hábito de religiosa con añadidos de adornos. En torno a esto ella reflexionó a sus hermanas señalando “¿De qué sirve toda esa vanidad, debajo de aquel vestido de muerte? Mejor se hubieran quedado en el mundo”.  Luego de haber efectuado las llamadas de atención, personal y en comunidad, la priora sor Ana de los Ángeles recolectó todos los hábitos profanos y los quemó en el horno destinado a la preparación del pan.
El sacerdote Marcos Molina, declararía sobre el hecho que “Tanta fue la molestia de las religiosas, que aquella misma noche le obstruyeron la puerta de la celda con cuernos de carneros, de modo que al amanecer no podía salir”.
Sor María de los Remedios Retamoso a su vez dijo: “al ser ella muy entregada a la vida religiosa y a la observancia de las Constituciones, durante el período que fue Priora, le tocó sufrir muchos disgustos, para poder hacer que las demás religiosas vivieran también las constituciones en espíritu profundo, pero algunas personas, no contentas de esta renovación, intentaron quitarle la vida, poniéndole veneno en la alimentación en dos o tres ocasiones”.
En torno a su reacción frente a estos hechos, sor Ana de los Ángeles comentó al sacerdote Marcos Molina “que si algunas veces le vino impulsos de venganza, los reprimió, para no sobrepasarse en lo que debía hacer como superiora y, a aquellas que merecían el castigo trataba de mitigárselo en cuanto era posible, lo que muchas veces hizo que las religiosas aumentaran en su ira”
El obispo Pedro de Ortega fue, en varias oportunidades al monasterio para comprobar los hechos que ocurrían al interior de este.
Sor Juana de Santo Domingo recordó en su testimonio que el prelado le preguntó a Sor Ana si conocía quién había querido tapiarla, mientras que las religiosas complotadas comentaban entre ellas “ésta dice que tiene revelaciones, vamos a ver quién quería tapiarla”. La sorpresa fue para ellas cuando sor Ana de los Ángeles dio al obispo los nombres de todas, pidiendo además clemencia para ellas, tras haberlas perdonado.
Este mismo obispo encomendó a sor Ana de los Ángeles la educación de dos hermanas huérfanas, de 5 y 6 años de edad, que recogió durante su visita pastoral a Caylloma. Ellas serían las monjas de velo blanco sor Petronila de Monserrat y sor Marta de San Nicolás que acompañarían a la Beata hasta sus últimos días.
Vivir tras los muros del monasterio de Santa Catalina, no fue impedimento para que fuese requerida como madrina de bautismo. Su primer ahijado fue García  Nicolás  Silvestre hijo de Juan de Vargas Machuca, comisario general de la caballería y de Melchora de Cepeda Hermosa. El padrino del menor fue Joseph de Avellaneda Sandoval y Rojas, de la Orden de Calatrava y Corregidor de Arequipa.
Año y medio después fue madrina de Nicolás Ramón hijo de José de Flores y de Luisa Marino. Dos meses antes de este hecho, cuando el parto llegaba con problemas, el padre del menor, sacristán del monasterio, pidió a Sor Ana de los Ángeles su imagen de San Nicolás de Tolentino. Esta era famosa en la ciudad por los prodigios que realizaba.
Sor Ana pese a vivir en clausura en Arequipa era conocida en los pueblos del Altiplano, donde más de uno aseguró haberla visto en el campo. Uno de ellos: Domingo indio, quien recibió ayuda de la Beata llegó hasta el monasterio de Santa Catalina y tras ver desfilar por el locutorio a las religiosas reconoció a sor Ana de los Ángeles como la monja santa a quien invocó y a quien vio en la puna.
La profunda devoción de Sor Ana por las Almas del Purgatorio, signó su vida y dio carácter especial a los hechos prodigiosos como fueron sus predicciones. Estas, en elevado número estuvieron vinculadas con ese momento especial que es el tránsito entre la vida y la muerte física y de la esperanza de salvación en la vida eterna.
Sor Ana de los Ángeles tuvo el don de conocer con antelación los hechos importantes de su época. Según afirmó el jesuita Juan Alonso de Cereceda  “Un solo confesor suyo, que la encaminó en la vida espiritual, confesó tener averiguadas y cumplidas sesenta y ocho profecías.”
Si su devoción era la de rezar por las Almas del Purgatorio, su mayor atención estaba dirigida a las almas de los indígenas, cumpliendo, de esa forma, una actividad misionera, que la Iglesia reconoce como de gran valor en las monjas de clausura.
De las virtudes que sus contemporáneas le reconocieron, fue la humildad la que más les impactó. Al respecto, más de una vez, Sor Juana de Santo Domingo le había preguntado  por qué se humillaba tanto, a lo que invariablemente respondía: “Hija mía, ustedes no saben la maldad que hay en mí. Los más malos asesinos, son mejores que yo. Yo soy una ladrona, una corsario, no hago nada de bueno. Ustedes juzgan hoy, por la apariencia, pero Dios conoce mi interior y mis maldades. Espero que tendrá misericordia de mí, así como yo tengo misericordia de los pecadores, gracias a los sufrimientos de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo”.
En muchas ocasiones llegaron hasta el monasterio personas doctas interesadas en conocer su opinión sobre diversos temas. Sor Ana se comportaba como una mujer sencilla de pocas palabras, demostrando gran prudencia, según anotó el sacerdote Marcos de Molina.
La convicción de sus palabras sirvieron a muchas personas, entre ellas a su sobrina nieta, María Pastrana o María Bustamante, quien a los 25 años llevaba una vida disipada que escandalizaba. Sor Ana habló con ella, la hizo reflexionar y arrepentirse de su vida pasada, logrando, incluso que pidiese el hábito de monja de velo negro y viviese con el nombre religioso de María de la Concepción.
La pobreza de sor Ana fue proverbial, sin embargo siempre tuvo lo necesario. El Obispo Juan de Almoguera, se encargó de hacerle construir una celda muy cerca del templo. Esta según el jesuita Francisco Colmenaro, no tenía muebles precisos, ni ricos, sino sencillos y muy pocos.
En los últimos años, estando delicada de salud algunas religiosas le pidieron que hiciera una Memoria de todo lo que tenía. La venerable monja respondió a tal insinuación diciendo: ¿Soy yo acaso la tesorera de su majestad para tener registro y fondos para disponer en un testamento?  Luego agregó: Si encontraran alguna cosa, no es mía; es de la religión. Ni debo, ni me deben. No tengo nada de qué hacer Memoria, porque soy una pobre monja”.
Existen múltiples testimonios jurados sobre los prodigios que el Señor permitió ante las oraciones de nuestra Beata.  Sin embargo, es en definitiva su vida, su testimonio personal, aquel que trasmitió a sus hermanas con su ejemplo y cuyas noticias han llegado hasta nosotros, el más edificante tesoro que nos ha legado esta venerable monja de clausura.
Legado que debemos asumir, a pesar de la agitada vida de nuestros días y que nos ha hecho olvidar las delicias de ese íntimo diálogo con el Creador, que es la Oración.
Los últimos años de la vida de sor Ana, cuando estaba ciega, son una muestra de una entrega superior y de una plena y total confianza en Dios. Pese a que las medicinas que le daban para aplacar sus enfermedades, le causaban más dolor, sor Ana obediente las tomó.
Así entre males y dolores ofrecidos al Señor, llegó el 10 de enero de 1686, fecha de su tránsito.
Ella misma anunció como sería su muerte, la que ocurrió a las 7 de la mañana del jueves 10 de enero de 1686. Murió sin recibir la Eucaristía ni la Extremaunción, con el Rosario entre las manos, como cuando estaba viva y sin la presencia en su celda de la imagen de su patrono San Nicolás de Tolentino, que la había enviado a casa del capellán del monasterio, licenciado Marcos de Molina. Poco tiempo antes de morir dispuso la entrega de un real para que se celebrase la Misa por el alma de una indígena difunta.
Miles de personas se congregaron ante el templo y las puertas del monasterio de Santa Catalina para darle el último adiós a la Madre Monteagudo. El sábado 12 de enero, su cuerpo fue sepultado en el piso de tierra del Coro al pie del asiento de la Priora. Su compadre y sacristán cubrió su cuerpo con agua y cal. No fue necesario embalsamarla porque, según el Deán de la Catedral de Arequipa, Luis Sánchez Carrascoso despedía una singular y agradable fragancia, su lengua estaba fresca.
A los diez días de su muerte, el obispo Antonio de León dispuso la celebración de las solemnes exequias, encargando el Panegírico al jesuita Juan Alonso de Cereceda, Rector del Colegio de la Compañía de Jesús en Arequipa.
El 19 de julio de 1686, las religiosas de Santa Catalina solicitaron la apertura del Proceso de Beatificación de sor Ana, con el beneplácito del obispo Antonio de León.
El 29 de octubre de ese mismo año, el obispo Antonio de León dispuso el traslado de los restos mortales de la Madre Ana. Además de los prebendados de la Catedral estuvieron presentes el médico doctor José del Corral y el cirujano Antonio de Mendoza. Ellos vieron su cuerpo entero y sano pese a que el hábito quedó convertido en hilachas. El médico y el cirujano reconocieron que el cadáver estaba exento de corrupción. Le cambiaron de ropa y lo colocaron en el mismo lugar.
Aunque su proceso quedó extraviado durante más de 200 años, a comienzos del siglo pasado se pudo renovar el trámite del examen de las virtudes que en grado heroico practicó sor Ana y los prodigios atribuidos a ella.
El 15 de octubre de 1981 tras la aprobación por la comisión científica del Vaticano del  milagro operado en María Vera de Jarrín, el papa Juan Pablo II acogió favorablemente el voto emitido por la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos.
A las 11:30 del 2 de febrero de 1985, el papa Juan Pablo II, acogiendo el pedido del arzobispo Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio declaró, con su autoridad apostólica, Beata a sor Ana de los Ángeles Monteagudo.
En esa oportunidad hablando sobre ella dijo: “En ella admiramos sobre todo a la cristiana ejemplar, la contemplativa, monja dominica del célebre monasterio de Santa Catalina, monumento de arte y de piedad del que los arequipeños se sienten con razón orgullosos. Ella realizó en su vida el programa dominicano de la luz, de la verdad, del amor y de la vida, concentrado en la conocida frase: «contemplar y transmitir lo contemplado».
Sor Ana de los Ángeles realizó este programa con una intensa, austera, radical entrega a la vida monástica, según el estilo de la orden de Santo Domingo, en la contemplación del misterio de Cristo, Verdad y Sabiduría de Dios. Pero a la vez su vida tuvo una singular irradiación apostólica. Fue maestra espiritual y fiel ejecutora de las normas de la Iglesia que urgían la reforma de los monasterios. Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los obispos y sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que venían a ella, los acompañaba con su plegaria.”
El Papa agregó: “Sor Ana de los Ángeles confirma con su vida la fecundidad apostólica de la vida contemplativa en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Vida contemplativa que arraigó muy pronto también aquí, desde los albores mismos de la evangelización, y sigue siendo riqueza misteriosa de la Iglesia en el Perú y de toda la Iglesia de Cristo.”