Beata Ana de los
Ángeles Monteagudo: una vida ejemplar
Por: Dante E.
Zegarra López
La Beata Sor Ana
de los Ángeles Monteagudo, es sin duda alguna la mujer arequipeña más conocida,
más célebre de todos los tiempos, pero al mismo tiempo, poco o casi nada conocemos
de su vida, o lo que conocemos por tradición oral, tiene algunos errores.
Veamos, cómo los
datos históricos nos presentan a Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, la flor más
preciosa de la Iglesia arequipeña, que floreció en el Monasterio de Santa Catalina
de Sena, primera y temprana expresión de la voluntad y fe de este pueblo.
Su nacimiento
está vinculado a los años de creación de nuestra Diócesis y su vida religiosa a
sus nueve primeros obispos.
De hecho ella
nació entre 1602 y 1606. Hay documentos que avalan ambas fechas.
Lamentablemente
no contamos con su Fe de Bautismo, debido a que un incendio en la sacristía de
la Iglesia Mayor, alrededor de 1620, consumió tales documentos.
Arequipa al
comienzo del siglo XVII, se rehabilitaba de los daños causados por la erupción
del Huaynaputina y de los terremotos que la afectaron.
En ese marco
geográfico vivía en Arequipa un español nacido en Villanueva de la Jara, en los
reinos de España, que llegó a la ciudad alrededor de 1575. Se llamaba Sebastián
de Monteagudo. Era hijo del Licenciado Pero García de Monteagudo y de Ana
Hernández. Sebastián de Monteguado fue el padre de nuestra Beata.
Él, se unió en
matrimonio con una mestiza arequipeña llamada Francisca de León o Francisca Ruiz de León.
La madre de Sor
Ana, fue uno de los dos hijos naturales del español, Juan Ruiz de León, quien
fue vecino de la Villa de Santa Cruz de Mudela, Maestrazgo de Calatrava.
En tierras
americanas Juan Ruiz de León fue vencedor de Lautaro en la conquista de Chile
y, Corregidor de Arequipa. La madre de Francisca Ruiz de León y por lo tanto
abuela de sor Ana, se llamó Ana Palla, una indígena de linaje Inca, de panaca
real, equivalente en el mundo occidental a Princesa.
Sebastián y
Francisca se casaron poco antes del 2 de diciembre de 1586, fecha en que
Sebastian firmó la correspondiente carta de Arras y Dote. Ellos fijaron su
vivienda familiar en la casa que fue de Juan Ruiz de León. Esa casa, donde
nació la Beata Ana de los Ángeles tuvo por linderos “cuadra de la huerta y
solares del monasterio de Nuestra Señora de las Mercedes y solar de Diego de
Cáceres calles reales en medio”.
Sebastián, el
padre de la Beata, fue mercader, fabricante de jabón en Socabaya, productor de
aceituna y aceite de oliva en Chule y “Familiar del Santo Oficio”, título que
presentó al Cabildo tras su viaje a la Península, de donde regresó poco antes
de 1600 con su hermano Juan, tres sirvientes y armas para la defensa del
litoral amenazado por los corsarios ingleses.
Sebastián de
Monteagudo y Francisca Ruiz de León procrearon como hijos legítimos a
Francisco, Mariana, Catalina, Ana, Juana, Inés, Andrea y Sebastián, según
expresó en su testamento cerrado, Sebastián de Monteagudo, el dos de enero de
1616.
Veintiun días
después, es decir el 23 de enero de 1616, Sebastián de Monteagudo falleció. En
esa fecha sor Ana vivía en la casa de sus padres, después de haber estado,
entre los tres y los ocho años de edad, en el Monasterio de Santa Catalina,
según testimonio del sacerdote Marcos Molina Camacho.
El afirmó haber
visto en el archivo del monasterio la escritura de dote para monja que
suscribió Francisco de Monteagudo, el 28 de noviembre de 1618.
En efecto, sor
Ana de los Ángeles Monteagudo renunció sus legítimas y herencia de su padre, en
su hermano el Presbítero Francisco de Monteagudo.
Sor Ana, al igual
que su hermana Catalina, según el testamento de su padre, además de su herencia
debían recibir dos mil pesos más, que le fueron dados a este por una persona no
identificada, expresamente para ellas.
Pese a disponer
de la hacienda necesaria para hacer frente al monto de la dote monacal, sor Ana
por ser menor de edad, tuvo que renunciar a todos sus derechos en su hermano
para poder cumplir con esa obligación económica.
Su madre,
Francisca Ruiz de León, se negó a darle la dote. Dos religiosas: sor Petronila
de Monserrat y sor Marta de San Nicolás, que acompañaron durante 40 años a la
Beata, recordaron en el Proceso Informativo de la causa de Beatificación, que
ella les comentó que fue su madre quien le dijo: “Vete allá y no regreses más,
ni vuelvas a poner pie en esta casa” cuando expresó su deseo de ser monja. Con
ese testimonio y los documentos encontrados, queda desvirtuada aquella
tradición que afirmaba que fue su padre, Sebastián de Monteagudo, quien se
opuso a su vocación religiosa.
El sentimiento de
molestia de la madre de sor Ana, por la decisión de esta, se prolongó durante
años. Doña Francisca de León sólo asumió y aceptó la vocación de su hija muchos
años después. De hecho, la única vez que la visitó fue sólo tres días antes de
fallecer.
El nombre
religioso de “De los Ángeles”, que adoptó sor Ana al momento de su profesión,
lo hizo en razón que era el nombre que tenía la priora del monasterio cuando
ella ingresó para ser religiosa. En efecto, sor Ana de los Ángeles Gutiérrez
fue la priora de Santa Catalina entre julio de 1616 y mediados de 1619.
Según los
testigos, Ana llegó al monasterio, vencida la tarde, acompañada de un niño
llamado Domingo y, se quedó a dormir en la celda de la religiosa que años antes
la educó. A ella le pidió le regale un hábito y ésta, le dio uno, viejo y roto.
De los días de la
vida monacal de Sor Ana, sólo se conoce que inicialmente fueron muy duros,
justamente por carecer de los medios económicos para atender sus necesidades
básicas.
En esos primeros
años se inserta la información sobre el nacimiento de su devoción por las Almas
del Purgatorio, surgida como consecuencia del conocimiento de la vida de San
Nicolás de Tolentino, a quien trató de imitar en sus devociones espirituales.
Una de las
virtudes de sor Ana de los Ángeles, sin duda alguna fue la obediencia total y
la sujeción a las constituciones y regla de su monasterio.
La decisión de
observar estrictamente su voto de clausura, quedó a prueba en febrero de 1637,
cuando, según la información consignada en las Actas del Cabildo de la Ciudad,
se produjeron intensas lluvias que causaron la caída de casas en la ciudad y la
pérdida de sementeras en el campo. Las precipitaciones pluviales originaron un
fuerte ingreso de la torrentera de San Lázaro, amenazando causar daño al
monasterio de Santa Catalina.
Al respecto, Sor
Juana de Santo Domingo relató, que bajo esas circunstancias, el obispo Pedro de
Villagómez permitió que las religiosas catalinas pasasen a alojarse en celdas
del Colegio de la Compañía.
Sor Ana de los
Ángeles y siete u ocho monjas más, solicitaron quedarse guardando su clausura.
El sentido de
responsabilidad, justicia y de auténtica caridad cristiana quedó patentizada
durante la Visita Secreta que realizó al monasterio de Santa Catalina, el bachiller Juan de Galdo Arellano. El, por
disposición del Deán y Cabildo Eclesiástico, indagaba sobre la vida en el
monasterio. Trataba de poner en claro cómo funcionaba el monasterio y cuál era
el comportamiento de las religiosas.
Sor Ana, no
ocultó como otras religiosas, la información sobre el uso de vestidos seculares
por algunas de ellas. Su testimonio jurado fue muy claro al precisar que las
monjas Marta de Ceballos y Francisca de la Cuadra “traen polleras que dan mal
ejemplo, por ser trajes de seculares”.
Hito importante
en la vida monacal de sor Ana está referido a su nombramiento como integrante
del Consejo de Madres, durante el segundo priorato de sor Juana Solís y Lao en
1645. De ello devino que fuera nombrada Maestra de Novicias. Y por lo menos, en
ese periodo, formó a cuatro nuevas religiosas.
Poco antes del 2
de noviembre de 1647, sor Ana de los Ángeles fue elegida priora. En esa fecha
ejerciendo el cargo, junto con las Madres del Consejo, solicitó al Cabildo,
Justicia y Regimiento de la Ciudad diera licencia a las jóvenes Catalina y
Magdalena Butrón para que ingresasen como monjas, con una rebaja, en la dote,
de mil cien pesos. El pedido era un acto de justicia, pues el tío de las
jóvenes, fue durante muchos años Mayordomo del Monasterio, sin recibir ninguna
paga.
La elección como
Priora de sor Ana de los Ángeles Monteagudo causó reacciones de burla en
algunas religiosas, según refirió sor María de los Remedios Retamoso en el
Proceso Informativo.
Francisca de
Monteagudo una seglar que acompañó a sor Ana afirmó que “algunas monjas, cuando
ella aceptó la elección, viéndola tan humilde y tan pobre dijeron: “Mira que
Priora nos hemos escogido: no sabe hablar, ni leer, ni escribir. ¿Cómo firmará
cuando sea necesario?
Esta testigo
añadió que Sor Ana al momento de aceptar el cargo pronunció un discurso que
dejó maravilladas a todas las religiosas.
Por su parte sor
Juana de Santo Domingo Andía Sotomayor, secretaria de sor Ana y quien escribía
las cartas que le dictaba la Beata, afirmó que su forma de hablar era
ejemplarizadora y que para ella era toda su felicidad poder hablar con sor Ana.
El trienio del
priorato de sor Ana de los Ángeles fue intenso en sucesos, especialmente los
vinculados con el mantenimiento del orden y disciplina monacal que venía
sufriendo un resquebrajamiento.
Una de las
primeras acciones que emprendió, fue el evitar que las religiosas vistieran
trajes de seglares o que alterasen el hábito de religiosa con añadidos de
adornos. En torno a esto ella reflexionó a sus hermanas señalando “¿De qué
sirve toda esa vanidad, debajo de aquel vestido de muerte? Mejor se hubieran
quedado en el mundo”. Luego de haber
efectuado las llamadas de atención, personal y en comunidad, la priora sor Ana
de los Ángeles recolectó todos los hábitos profanos y los quemó en el horno
destinado a la preparación del pan.
El sacerdote
Marcos Molina, declararía sobre el hecho que “Tanta fue la molestia de las
religiosas, que aquella misma noche le obstruyeron la puerta de la celda con
cuernos de carneros, de modo que al amanecer no podía salir”.
Sor María de los
Remedios Retamoso a su vez dijo: “al ser ella muy entregada a la vida religiosa
y a la observancia de las Constituciones, durante el período que fue Priora, le
tocó sufrir muchos disgustos, para poder hacer que las demás religiosas
vivieran también las constituciones en espíritu profundo, pero algunas
personas, no contentas de esta renovación, intentaron quitarle la vida,
poniéndole veneno en la alimentación en dos o tres ocasiones”.
En torno a su
reacción frente a estos hechos, sor Ana de los Ángeles comentó al sacerdote
Marcos Molina “que si algunas veces le vino impulsos de venganza, los reprimió,
para no sobrepasarse en lo que debía hacer como superiora y, a aquellas que
merecían el castigo trataba de mitigárselo en cuanto era posible, lo que muchas
veces hizo que las religiosas aumentaran en su ira”
El obispo Pedro
de Ortega fue, en varias oportunidades al monasterio para comprobar los hechos
que ocurrían al interior de este.
Sor Juana de
Santo Domingo recordó en su testimonio que el prelado le preguntó a Sor Ana si
conocía quién había querido tapiarla, mientras que las religiosas complotadas
comentaban entre ellas “ésta dice que tiene revelaciones, vamos a ver quién
quería tapiarla”. La sorpresa fue para ellas cuando sor Ana de los Ángeles dio
al obispo los nombres de todas, pidiendo además clemencia para ellas, tras
haberlas perdonado.
Este mismo obispo
encomendó a sor Ana de los Ángeles la educación de dos hermanas huérfanas, de 5
y 6 años de edad, que recogió durante su visita pastoral a Caylloma. Ellas
serían las monjas de velo blanco sor Petronila de Monserrat y sor Marta de San
Nicolás que acompañarían a la Beata hasta sus últimos días.
Vivir tras los
muros del monasterio de Santa Catalina, no fue impedimento para que fuese
requerida como madrina de bautismo. Su primer ahijado fue García Nicolás
Silvestre hijo de Juan de Vargas Machuca, comisario general de la
caballería y de Melchora de Cepeda Hermosa. El padrino del menor fue Joseph de
Avellaneda Sandoval y Rojas, de la Orden de Calatrava y Corregidor de Arequipa.
Año y medio
después fue madrina de Nicolás Ramón hijo de José de Flores y de Luisa Marino.
Dos meses antes de este hecho, cuando el parto llegaba con problemas, el padre
del menor, sacristán del monasterio, pidió a Sor Ana de los Ángeles su imagen
de San Nicolás de Tolentino. Esta era famosa en la ciudad por los prodigios que
realizaba.
Sor Ana pese a
vivir en clausura en Arequipa era conocida en los pueblos del Altiplano, donde
más de uno aseguró haberla visto en el campo. Uno de ellos: Domingo indio,
quien recibió ayuda de la Beata llegó hasta el monasterio de Santa Catalina y
tras ver desfilar por el locutorio a las religiosas reconoció a sor Ana de los
Ángeles como la monja santa a quien invocó y a quien vio en la puna.
La profunda
devoción de Sor Ana por las Almas del Purgatorio, signó su vida y dio carácter
especial a los hechos prodigiosos como fueron sus predicciones. Estas, en
elevado número estuvieron vinculadas con ese momento especial que es el
tránsito entre la vida y la muerte física y de la esperanza de salvación en la
vida eterna.
Sor Ana de los
Ángeles tuvo el don de conocer con antelación los hechos importantes de su
época. Según afirmó el jesuita Juan Alonso de Cereceda “Un solo confesor suyo, que la encaminó en la
vida espiritual, confesó tener averiguadas y cumplidas sesenta y ocho
profecías.”
Si su devoción
era la de rezar por las Almas del Purgatorio, su mayor atención estaba dirigida
a las almas de los indígenas, cumpliendo, de esa forma, una actividad
misionera, que la Iglesia reconoce como de gran valor en las monjas de
clausura.
De las virtudes
que sus contemporáneas le reconocieron, fue la humildad la que más les impactó.
Al respecto, más de una vez, Sor Juana de Santo Domingo le había
preguntado por qué se humillaba tanto, a
lo que invariablemente respondía: “Hija mía, ustedes no saben la maldad que hay
en mí. Los más malos asesinos, son mejores que yo. Yo soy una ladrona, una
corsario, no hago nada de bueno. Ustedes juzgan hoy, por la apariencia, pero
Dios conoce mi interior y mis maldades. Espero que tendrá misericordia de mí,
así como yo tengo misericordia de los pecadores, gracias a los sufrimientos de
la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo”.
En muchas
ocasiones llegaron hasta el monasterio personas doctas interesadas en conocer
su opinión sobre diversos temas. Sor Ana se comportaba como una mujer sencilla
de pocas palabras, demostrando gran prudencia, según anotó el sacerdote Marcos
de Molina.
La convicción de
sus palabras sirvieron a muchas personas, entre ellas a su sobrina nieta, María
Pastrana o María Bustamante, quien a los 25 años llevaba una vida disipada que
escandalizaba. Sor Ana habló con ella, la hizo reflexionar y arrepentirse de su
vida pasada, logrando, incluso que pidiese el hábito de monja de velo negro y
viviese con el nombre religioso de María de la Concepción.
La pobreza de sor
Ana fue proverbial, sin embargo siempre tuvo lo necesario. El Obispo Juan de
Almoguera, se encargó de hacerle construir una celda muy cerca del templo. Esta
según el jesuita Francisco Colmenaro, no tenía muebles precisos, ni ricos, sino
sencillos y muy pocos.
En los últimos
años, estando delicada de salud algunas religiosas le pidieron que hiciera una
Memoria de todo lo que tenía. La venerable monja respondió a tal insinuación
diciendo: ¿Soy yo acaso la tesorera de su majestad para tener registro y fondos
para disponer en un testamento? Luego
agregó: Si encontraran alguna cosa, no es mía; es de la religión. Ni debo, ni
me deben. No tengo nada de qué hacer Memoria, porque soy una pobre monja”.
Existen múltiples
testimonios jurados sobre los prodigios que el Señor permitió ante las
oraciones de nuestra Beata. Sin embargo,
es en definitiva su vida, su testimonio personal, aquel que trasmitió a sus
hermanas con su ejemplo y cuyas noticias han llegado hasta nosotros, el más
edificante tesoro que nos ha legado esta venerable monja de clausura.
Legado que
debemos asumir, a pesar de la agitada vida de nuestros días y que nos ha hecho
olvidar las delicias de ese íntimo diálogo con el Creador, que es la Oración.
Los últimos años
de la vida de sor Ana, cuando estaba ciega, son una muestra de una entrega
superior y de una plena y total confianza en Dios. Pese a que las medicinas que
le daban para aplacar sus enfermedades, le causaban más dolor, sor Ana
obediente las tomó.
Así entre males y
dolores ofrecidos al Señor, llegó el 10 de enero de 1686, fecha de su tránsito.
Ella misma
anunció como sería su muerte, la que ocurrió a las 7 de la mañana del jueves 10
de enero de 1686. Murió sin recibir la Eucaristía ni la Extremaunción, con el
Rosario entre las manos, como cuando estaba viva y sin la presencia en su celda
de la imagen de su patrono San Nicolás de Tolentino, que la había enviado a
casa del capellán del monasterio, licenciado Marcos de Molina. Poco tiempo
antes de morir dispuso la entrega de un real para que se celebrase la Misa por
el alma de una indígena difunta.
Miles de personas
se congregaron ante el templo y las puertas del monasterio de Santa Catalina
para darle el último adiós a la Madre Monteagudo. El sábado 12 de enero, su
cuerpo fue sepultado en el piso de tierra del Coro al pie del asiento de la
Priora. Su compadre y sacristán cubrió su cuerpo con agua y cal. No fue
necesario embalsamarla porque, según el Deán de la Catedral de Arequipa, Luis
Sánchez Carrascoso despedía una singular y agradable fragancia, su lengua
estaba fresca.
A los diez días
de su muerte, el obispo Antonio de León dispuso la celebración de las solemnes
exequias, encargando el Panegírico al jesuita Juan Alonso de Cereceda, Rector
del Colegio de la Compañía de Jesús en Arequipa.
El 19 de julio de
1686, las religiosas de Santa Catalina solicitaron la apertura del Proceso de
Beatificación de sor Ana, con el beneplácito del obispo Antonio de León.
El 29 de octubre
de ese mismo año, el obispo Antonio de León dispuso el traslado de los restos
mortales de la Madre Ana. Además de los prebendados de la Catedral estuvieron
presentes el médico doctor José del Corral y el cirujano Antonio de Mendoza.
Ellos vieron su cuerpo entero y sano pese a que el hábito quedó convertido en
hilachas. El médico y el cirujano reconocieron que el cadáver estaba exento de
corrupción. Le cambiaron de ropa y lo colocaron en el mismo lugar.
Aunque su proceso
quedó extraviado durante más de 200 años, a comienzos del siglo pasado se pudo
renovar el trámite del examen de las virtudes que en grado heroico practicó sor
Ana y los prodigios atribuidos a ella.
El 15 de octubre
de 1981 tras la aprobación por la comisión científica del Vaticano del milagro operado en María Vera de Jarrín, el
papa Juan Pablo II acogió favorablemente el voto emitido por la Sagrada
Congregación para la Causa de los Santos.
A las 11:30 del 2
de febrero de 1985, el papa Juan Pablo II, acogiendo el pedido del arzobispo
Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio declaró, con su autoridad apostólica, Beata
a sor Ana de los Ángeles Monteagudo.
En esa
oportunidad hablando sobre ella dijo: “En ella admiramos sobre todo a la
cristiana ejemplar, la contemplativa, monja dominica del célebre monasterio de
Santa Catalina, monumento de arte y de piedad del que los arequipeños se
sienten con razón orgullosos. Ella realizó en su vida el programa dominicano de
la luz, de la verdad, del amor y de la vida, concentrado en la conocida frase:
«contemplar y transmitir lo contemplado».
Sor Ana de los
Ángeles realizó este programa con una intensa, austera, radical entrega a la
vida monástica, según el estilo de la orden de Santo Domingo, en la
contemplación del misterio de Cristo, Verdad y Sabiduría de Dios. Pero a la vez
su vida tuvo una singular irradiación apostólica. Fue maestra espiritual y fiel
ejecutora de las normas de la Iglesia que urgían la reforma de los monasterios.
Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos
del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más
allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los obispos y
sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que
venían a ella, los acompañaba con su plegaria.”
El Papa agregó:
“Sor Ana de los Ángeles confirma con su vida la fecundidad apostólica de la
vida contemplativa en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Vida
contemplativa que arraigó muy pronto también aquí, desde los albores mismos de
la evangelización, y sigue siendo riqueza misteriosa de la Iglesia en el Perú y
de toda la Iglesia de Cristo.”
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