Hemos llegado ya al Martes Santo. Mientras que
por nuestras calles hoy discurre la procesión que sale del colonial templo de la Compañía de Jesús, el
Evangelio nos narra dos revelaciones trascendentales hechas por Jesús: la
traición de Judas y la negación de Pedro.
En el primer caso el evangelista nos dice que
“Jesús se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno
de vosotros me entregará.» Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de
quién hablaba.
Y en el segundo caso el evangelista narra el siguiente
diálogo: “Simón Pedro le dice: «Señor, ¿a dónde vas?» Jesús le respondió:
«Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde.» / Pedro le dice: « ¿Por qué no puedo seguirte
ahora? Yo daré mi vida por ti.» / Le responde Jesús: « ¿Que darás tu vida por
mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas
negado tres veces.»
Ambas debilidades muy humanas producto de
sentimientos de frustración y falta de fe que a diario son representadas en
nuestra sociedad, por nosotros, hombres de toda clase y posición.
Probablemente sino ejercemos un examen
completo de nuestras actitudes en la vida diaria tengamos la sensación que
estamos libres de conductas de traición y negación.
Pero si observamos a la luz del Evangelio
nuestro caminar por la vida, encontraremos que más de una vez hemos sido
traidores y en otras tantas hemos negado.
La traición es la alevosía del alma. Y los
hombres traicionamos a otros hombres, pero aún más traicionamos nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos, nuestros ideales. Esa alevosía del alma
nos convierte en inconsecuentes. La falta de consecuencia muchas veces nos hace
tener la vida en paralelo, una para el fuero interno y otra para la
exportación. Afirmamos algo con la boca y muchas veces lo negamos con nuestras
manos, con nuestras obras. De esta alevosía está plagada nuestra vida
ciudadana. El problema es que no nos detenemos a examinar nuestra vida y por
eso no nos damos cuenta de ello.
El silencio también es traición. Por eso
cuando callamos o aceptamos sin expresarnos aquello que es malo o va en contra
del hombre caemos incursos en la alevosía del alma, en la traición.
Tenemos, los hombres, los cristianos, la
obligación moral de expresarnos, de participar activamente en la vida ciudadana
para evitar que se consagren males, en forma de leyes. El silencio nos hace
cómplices de traición. Para evitar ello, debemos participar, y participar
activamente.
La negación generalmente se alimenta de la
falta de fe que tenemos en aquello que decimos que profesamos. Y es que la
negación se engendra en el alma, expresa un acto del espíritu, es un hecho de
nuestro ánimo, una deliberación de nuestra conciencia, una tesis moral. Y la
falta de fe convierte en negación hasta los más puros sentimientos que podamos
albergar.
Mientras discurro estas ideas y la vuelco en
el ordenador, llega a mi mente el recuerdo de una canción que hoy podemos
convertirla en oración:
“Una vez más rezaré, de rodillas me pondré; de
seguro una vez más él me perdone. / Le diré que lucho en vano, que pequé
pues soy humano; de seguro una vez más él me perdone. / /Para un Dios que
conoció la tentación, del amigo la traición, yo no dudo me perdone Dios
amigo/ / Yo vi sufrir a mi hermano y no le tendí la mano; de seguro una
vez más él me perdone. / Murió pobre y desahuciado, yo con los brazos
cruzados; de seguro una vez más él me perdone. /
Dante E.
Zegarra López
(Diario
Arequipa al día, 3 abril 2007)

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