Dante E. Zegarra López
Delgado como un álamo, pensando siempre en
grande. En escribir grandes y secretos reportajes o en producir grandes
campañas publicitarias. Fue genio y figura hasta su muerte.
Hace treinta años regresó a su tierra después
de haberse hecho un nombre en el campo del periodismo y de la publicidad en
Lima. El Noticiero Conchán, la UPI
y la Feria del
Pacifico marcaron sus hitos en la capital. En esa época lo conocí
personalmente. Y hoy lamento su muerte.
Hacen dos semanas, lo vi por última vez.
Afrontaba una situación delicada de salud. Sin embargo, de los cuatro o cinco
minutos de conversación, él dedicó más de la mitad a quererme hacer partícipe
de un increíble reportaje. Un reportaje-destape sobre la vida en el hospital
donde él era paciente. Sobre la actitud y los hechos que protagonizan
diariamente, auxiliares, enfermeras y médicos. Fue la noche anterior al día en que
empezó la última huelga médica y en la que él era una de sus víctimas.
Durante años compartimos las armas del
periodismo. Primero en la United Press
Internacional y luego en la Oficina Central
de Información y hasta en un reportaje que durante treinta días se publicó en
un medio local sobre la historia del Proyecto Majes. Lo presentamos a un
concurso, pero sus autores, nosotros, levábamos el estigma de la
OCI. Baldón que nosotros lucimos con
orgullo porque en nuestro trabajo no sólo pusimos profesionalismo sino además
que no claudicamos ideales. El concurso lo ganó un historiador. Las bases no se
cumplieron pero nadie discutía el aura del historiador y de paso se evitaba que
el odiado nombre de la OCI
fuese vinculado con el concurso, que tuvo en esa su última versión.
Espíritu libre, devoto de la Virgen de Chapi, un buen
día prefirió adentrarse en las azarosas aguas de crear empresa. Una empresa de
Publicidad para enfrentar a las más pintadas de la capital. Y lo logró. Él fue
maestro en el campo de la publicidad.
Su pasión fue personificar al refinado dandy
inglés que llevaba en el alma. Lo hizo en el momento cumbre de su esplendor,
viviendo y pronunciando el idioma de Shakespeare con el acento propio de los
nativos de la rubia Albión, rezago de algún gen heredado de algún antepasado.
Su esmirriada figura contradecía su buen gusto
por el comer o por el cocinar. Con el paso del tiempo perdió una a una sus
posesiones y sus aficiones, salvo su pasión por el cigarrillo.
La noticia de su muerte me llegó justo cuando
intentaba escribirle unas líneas. Su esposa, quien me pidió lo convenciera que
dejara de fumar. Ella iba a fungir de mensajera ante la imposibilidad mía de
llegar nuevamente a su lecho de dolor. Lucy, su esposa, fue la mensajera que a
mi me trajo la noticia de su muerte.
Ahora, al paso de las horas, siento como un
lastre lo que las circunstancias de esta vida nos está obligando a ser. Como
marionetas del viento de los tiempos hemos perdido la sensibilidad de la
solidaridad. Nos metemos tanto en nuestros propios problemas, que además no los
compartimos con nadie. Nos encerramos tanto, que terminamos por vivir el cada
día como autistas, lamentando luego que un amigo partió.
Pablo Jesús del Carpio López jugó su última
partida en una cama del hospital Honorio Delgado Espinoza. Él, un buen
ajedrecista, autor de “Dos genios en pugna”, no pudo evitar el jaque al rey, que
la vida le propinó.

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